El enano II
Había cumplido hacía menos de un mes los 7 años.
Vivíamos en un apartamento de algo más de 60 metros cuadrados frente al zoo, que era el paseo obligado de cada fin de semana desde que tenía algo más de un año de edad.
Se sabía de memoria la ubicación de cada animal, aunque parecía tener preferencia por las cabritas, las llamas y los patos, y es que los veíamos desde las ventanas de nuestro sexto piso y conocíamos antes que nadie a las crías recién nacidas.
Su otro paseo predilecto era la placita.
Esta quedaba casi frente a su escuela, y cada vez que pasábamos a la salida pedía para dedicar unos minutos a hamacarse y correr palomas. Yo pocas veces accedía.
Hacía algunos meses que le veía poco y mal.
Su madre y yo luchábamos sin éxito alguno contra el cáncer que la estaba matando.
No era un ambiente propicio para un niño pequeño pasar el día entre emergencias médicas, corridas de madrugada, charlas sobre posibilidades de sobrevida, entradas y salidas del hospital y adultos llorando a escondidas de impotencia.
Así, con afán de mantenerlo en un ambiente lo más sano posible, lo enviaba a lo de mi hermano, fuera de la ciudad, donde con sus primos llevaba una vida que disimulaba la poca atención que recibía en casa y lo mantenía 'a resguardo' de escenas que pudieran impactarle demasiado.
Luego volvía y pasaba un par de semanas yendo a la escuela, a veces conmigo, a veces con la abuela, dependiendo de quien estuviera 'disponible', procurando que no perdiera el año escolar.
Aquellas 7 cuadras de casa a la escuela eran los momentos que teníamos juntos en el día con relativa ilusión de calma, y entre charlas sobre Los Padrinos Mágicos, los deberes o algunas carreras 'hasta la esquina' yo intercalaba información que fuera acercándolo a una realidad bastante difícil de explicarle.
Que mamá está enferma, que es muy difícil que se cure, que está más enferma, que los doctores quieren cuidarla otra vez en el hospital; con cuentagotas intentaba prepararlo para el momento que yo sabía tan inevitable como cercano.
Yo estaba convencido que de alguna manera él iba asumiendo que algo iba muy mal, de hecho aparentaba estar cada vez más distante de su madre, casi no preguntaba por ella pese a ser inseparables meses atrás. Pero sabía también que era complicado desterrar esa idea de que la muerte era un contratiempo donde uno perdía algunos puntos y volvía a comenzar como en un videojuego.
El día de la primavera ella finalmente dejó de sufrir.
Debo reconocer con cierta vergüenza que de alguna forma la envidié.
Cuando logré volver a pensar comencé a juntar todo el valor que me fue posible para hablar con él.
Al verlo, unas horas más tarde, le invité a salir, y entre promesas de ir hasta el Shopping Center a comer una hamburguesa, tomar un helado y comprar unos juegos para la PlayStation fuimos caminando hasta aquella placita que nos quedaba a medio camino.
El calor era agobiante, más para esa época del año.
Yo buscaba la mejor forma de mantener la compostura y no llorar antes de tiempo, no hasta poder decirle...
Compramos un par de refrescos y cruzamos a sentarnos en el césped, mirando hacia las hamacas.
- ¿Puedo ir?, me preguntó parándose delante de mí con la botella de Fanta en la mano.
- No enano, después, ahora quiero hablar contigo..
Me escuchó de pie, mirándome muy fijo, con unos ojos enormes, cada vez más redondos a medida que le hablaba tratando de no ser más brutal de lo que la verdad era.
Esa mirada me persiguió durante meses, y dudo que pueda olvidarla alguna vez.
Pensé que lloraría o gritaría como yo quería hacerlo, pero no lo hizo.
Cuando acabé, todavía mirándome fijo y muy serio me dijo:
- ya puedo ir ?
- sí enano, andá.
Fue hasta una hamaca, subió y se miró los pies unos segundos mientras pateaba la tierra.
Luego bajó y comenzó a correr por la plaza, a toda velocidad.
Calculo que lo habrá hecho durante unos 5 minutos, hasta que no pudo correr más; entonces vino caminando despacio, con paso cansado y preguntó:
- papá, vamos a tomar un helado?
- sí enano, vamos
Vivíamos en un apartamento de algo más de 60 metros cuadrados frente al zoo, que era el paseo obligado de cada fin de semana desde que tenía algo más de un año de edad.
Se sabía de memoria la ubicación de cada animal, aunque parecía tener preferencia por las cabritas, las llamas y los patos, y es que los veíamos desde las ventanas de nuestro sexto piso y conocíamos antes que nadie a las crías recién nacidas.
Su otro paseo predilecto era la placita.
Esta quedaba casi frente a su escuela, y cada vez que pasábamos a la salida pedía para dedicar unos minutos a hamacarse y correr palomas. Yo pocas veces accedía.
Hacía algunos meses que le veía poco y mal.
Su madre y yo luchábamos sin éxito alguno contra el cáncer que la estaba matando.
No era un ambiente propicio para un niño pequeño pasar el día entre emergencias médicas, corridas de madrugada, charlas sobre posibilidades de sobrevida, entradas y salidas del hospital y adultos llorando a escondidas de impotencia.
Así, con afán de mantenerlo en un ambiente lo más sano posible, lo enviaba a lo de mi hermano, fuera de la ciudad, donde con sus primos llevaba una vida que disimulaba la poca atención que recibía en casa y lo mantenía 'a resguardo' de escenas que pudieran impactarle demasiado.
Luego volvía y pasaba un par de semanas yendo a la escuela, a veces conmigo, a veces con la abuela, dependiendo de quien estuviera 'disponible', procurando que no perdiera el año escolar.
Aquellas 7 cuadras de casa a la escuela eran los momentos que teníamos juntos en el día con relativa ilusión de calma, y entre charlas sobre Los Padrinos Mágicos, los deberes o algunas carreras 'hasta la esquina' yo intercalaba información que fuera acercándolo a una realidad bastante difícil de explicarle.
Que mamá está enferma, que es muy difícil que se cure, que está más enferma, que los doctores quieren cuidarla otra vez en el hospital; con cuentagotas intentaba prepararlo para el momento que yo sabía tan inevitable como cercano.
Yo estaba convencido que de alguna manera él iba asumiendo que algo iba muy mal, de hecho aparentaba estar cada vez más distante de su madre, casi no preguntaba por ella pese a ser inseparables meses atrás. Pero sabía también que era complicado desterrar esa idea de que la muerte era un contratiempo donde uno perdía algunos puntos y volvía a comenzar como en un videojuego.
El día de la primavera ella finalmente dejó de sufrir.
Debo reconocer con cierta vergüenza que de alguna forma la envidié.
Cuando logré volver a pensar comencé a juntar todo el valor que me fue posible para hablar con él.
Al verlo, unas horas más tarde, le invité a salir, y entre promesas de ir hasta el Shopping Center a comer una hamburguesa, tomar un helado y comprar unos juegos para la PlayStation fuimos caminando hasta aquella placita que nos quedaba a medio camino.
El calor era agobiante, más para esa época del año.
Yo buscaba la mejor forma de mantener la compostura y no llorar antes de tiempo, no hasta poder decirle...
Compramos un par de refrescos y cruzamos a sentarnos en el césped, mirando hacia las hamacas.
- ¿Puedo ir?, me preguntó parándose delante de mí con la botella de Fanta en la mano.
- No enano, después, ahora quiero hablar contigo..
Me escuchó de pie, mirándome muy fijo, con unos ojos enormes, cada vez más redondos a medida que le hablaba tratando de no ser más brutal de lo que la verdad era.
Esa mirada me persiguió durante meses, y dudo que pueda olvidarla alguna vez.
Pensé que lloraría o gritaría como yo quería hacerlo, pero no lo hizo.
Cuando acabé, todavía mirándome fijo y muy serio me dijo:
- ya puedo ir ?
- sí enano, andá.
Fue hasta una hamaca, subió y se miró los pies unos segundos mientras pateaba la tierra.
Luego bajó y comenzó a correr por la plaza, a toda velocidad.
Calculo que lo habrá hecho durante unos 5 minutos, hasta que no pudo correr más; entonces vino caminando despacio, con paso cansado y preguntó:
- papá, vamos a tomar un helado?
- sí enano, vamos