viernes, 22 de diciembre de 2006

La Mexicana

Tenía por entonces 17 años, y cursando bachillerato de Arquitectura la conocí.
Ella era algo más de un año mayor, rubia, bastante atractiva, y mucho más baja que yo, cosa no demasiado extraña ya que me acercaba a toda velocidad al metro noventa, detalle que me acomplejaba bastante.

Mi conocimiento del mundo era escaso, y de las mujeres nulo.
Ella tenía una experiencia bastante considerable, y una actitud que volvía locos a todos los varones de mi clase, incluyendo a un par de profesores.
Su personalidad, muy extrovertida, y demasiado avasallante para mi gusto, me dejaba posiblemente como el único ejemplar de sexo masculino que prefería no tenerla cerca.
Sencillamente no la soportaba, posiblemente debido a mi carácter introvertido me ponía a la defensiva cada vez que cruzábamos palabra.

A su encantos físicos sumaba una forma de hablar 'diferente' (de la cual abusaba, ciertamente), por haber vivido la mayor parte de su vida en México debido al exilio sufrido por su familia.

A fin de año, para mi asombro, me sugirió la posibilidad de preparar juntos los exámenes, a lo que accedí con poco entusiasmo; había asumido que mi antipatía hacia ella era correspondida.
Yo estaba platónicamente enamorado de otra compañera a la que no sabía cómo encarar, y los exámenes podían ser la excusa.

Mi familia se iba de veraneo a Atlántida, y yo quedaba en Montevideo, solo en el apartamento, y en ése ambiente comenzamos a estudiar la 'mexicana' y yo.
Pronto las horas de estudio fueron disminuyendo, y las charlas sobre otros temas se hicieron cada vez más asiduas y extensas.
En algún momento tomé conciencia de que aquella mujer comenzaba a gustarme.
Entonces apareció Guille...

Era casi tan alto como yo pero más ancho, jugador de basquet, dueño de una fuerte personalidad, y una locuacidad envidiable.
A esas características sumaba un discurso fuertemente politizado, que en aquellos días post-dictadura militar, eran una herramienta inmejorable para ocupar el centro de atención de todas las charlas.
Pues bien, Guille decidió que estudiaría con nosotros, aunque yo sabía perfectamente que la estudiaría a ella.
Recuerdo haber pensado que hasta allí llegaban mis recién nacidas pretenciones de galán.

Pero estaba equivocado, ella ya había decidido que curso tomarían las cosas, y lo que pensara Guille (o yo) carecía de importancia.
Comenzó a llegar antes de la hora pactada, o a quedarse hasta después que Guille tuviera que irse (pese a que éste era de una tenacidad digna de respeto).
Pero claro, la mayor parte del tiempo transcurría de a tres, en una mesa, estudiando de a ratos, charlando siempre, y con mi antagonista acaparando el uso de la palabra de manera sistemática.
Era prácticamente imposible hacerle callar, e iniciar alguna especie de debate sobre sus puntos de vista habría sido someterse a una paliza dialéctica segura.

Siendo mero espectador de uno de aquellos frecuentes monólogos pletóricos de fervor revolucionario que solía pronunciar nuestro amigo, siento que me tocan por debajo de la mesa.
Al mirarla, ví que ella alternaba miradas al concienzudo orador con miradas de reojo hacia mí, sonriéndome con complicidad, mientras con su pie me acariciaba la pierna, situación que se prolongó durante largo rato.
Finalmente decidí hacer lo mismo, y mientras mi pie buscaba sus piernas y luego comenzaba aquel agradable contacto, mi mente buscaba la mejor forma de silenciar a Guille y hacer que se fuera.
Pero no fue necesario...

Llevaba yo algunos minutos en aquello, cuando él detuvo abruptamente su charla, me miró con una mezcla de fastidio y burla, y con voz forzadamente tranquila me dijo: "me tenés podrido..., podrías dejar de acariciarme?"